Genevieve von Petzinger, alumna de la Universidad Victoria de Canadá, bajo la supervisión de April Nowell, hace varios años comenzó a elaborar una base de datos con los símbolos que aparecen en distintas cuevas del paleolítico. Su extraordinaria tarea de recopilación  le permitió comprobar que muchos de estos signos aparecen de forma constante en diferentes cuevas del planeta entre los 30.000 y los 10.000 años. La hipótesis que defiende Petzinger es que existió un código simbólico universal con significado propio anterior a la escritura que, aunque careciese de gramática, por lo que no se le puede considerar como escritura, sirvió para la transmisión de ideas o conceptos entre distintos grupos. Cree que este sistema fue pionero y se traduciría en la aparición de la escritura. Su labor de recopilación le ha llevado a comprobar que existen unos 26 signos que se repiten de forma constante. 

 Mapa de signos prehistóricos y frecuencias de Genevieve Von Petzinger.

 Si algo diferencia al ser humano del resto de especies animales es su capacidad para solucionar problemas de forma indirecta, mediante el desarrollo de toda suerte de instrumentos y métodos que le permitieron, en un primer momento, sobrevivir en un entorno hostil. Mediante la atenta observación de la naturaleza nuestros antepasados llegaron al conocimiento de que ciertos acontecimientos celestes se repiten, por lo que es posible anticipar la llegada del verano y el invierno. El cómputo del tiempo, a partir del movimiento de los astros en el firmamento, y su aplicación para la medida de las extensiones, que se inició necesariamente gracias a la aplicación de una geometría de carácter práctico, son los pilares de las ciencias en la antigüedad.

La utilización de los programas informáticos adecuados ha venido a demostrar que los conocimientos astronómicos de estos “sacerdotes” eran razonablemente precisos (…) La capacidad de abstracción que supone su plasmación, al igual que los conocimientos geométricos en ellos encerrados (mediciones en ángulos con precisión, etc.), demuestran que el sacerdocio celta excedía con mucho el concepto sacerdotal romano, prioritariamente religioso. Todo ello avalaría el reconocimiento de una casta sacerdotal que atesoraría una serie de conocimientos ancestrales, entre cuyas funciones estarían la observación astronómica, el control del calendario, la demarcación ritual de los espacios sagrados y el servir, por medio del ritual, de puente entre el mundo de los vivos y el Más Allá [1].

La gran difusión geográfica de los signos prehistóricos y sus formas comunes indican la existencia de una tradición basada en la observación de los fenómenos de la naturaleza que empleaba esas figuras para la transmisión de los conocimientos mucho antes de la existencia del lenguaje escrito. Algo que resultó esencial para el desarrollo de disciplinas como la astronomía, la geometría y las matemáticas sin las que no hubiera sido posible el desarrollo de actividades como la agricultura, la navegación y la arquitectura. Desde entonces han existido una serie de signos que podríamos calificar como primordiales o arquetípicos que han estado presentes en todas las culturas.

Uno de los mayores logros del ser humano consistió, sin ninguna duda, en ser capaces de computar el ciclo anual estacional. Este conocimiento propició la revolución agrícola del Neolítico. El éxito de una buena cosecha depende en gran medida de la confección del calendario agrícola que señala los días más propicios para la siembra y la recogida, algo que sólo es posible mediante la atenta observación de los astros; en especial de los movimientos del sol, que sirven para computar la duración del día y el año; y de las distintas fases de la luna, que regulan el ritmo de las actividades agrícolas a lo largo del mes.

La medición del tiempo basándose en los movimientos del sol en un hecho constatado en la mayoría de las culturas conocidas, su desplazamiento aparente por la bóveda celeste se repite cada año y su posición en el cielo permite establecer el comienzo de las estaciones, trascendente tanto en comunidades de cazadores-recolectores como en sociedades campesinas [2].

Las cuatro estaciones se producen por las posiciones máximas y medias de la órbita terrestre en su giro alrededor del Sol. Son los solsticios y los equinoccios. El solsticio de invierno (punto Capricornio, 22 de diciembre), el equinoccio de primavera (punto Aries, en torno al 21-22 de marzo), el solsticio de verano (punto Cáncer, 21 de junio) y el equinoccio de otoño (punto Libra, en torno al 22-23 de septiembre). Nuestros antepasados observaron que las sombras variaban de acuerdo con la posición del sol a lo largo de día y el año. Así nació el gnomon, que consistía en un bastón clavado en el suelo cuya sombra indicaba con su desplazamiento la duración del día. A partir de la sombra más corta al mediodía aprendieron a señalar el norte geográfico y establecer los cuatro puntos cardinales. Estudiando las sombras que arroja el gnomon a lo largo del año descubrieron el ciclo anual del sol y pudieron así descubrir las cuatro estaciones determinadas por las posiciones de la órbita terrestre en su giro alrededor del sol: los solsticios y los equinoccios.

 

 Petroglifos de la Edad del Bonce y las sombras que arroja un gnomon.

 Así es como el simbolismo de la cruz, desde sus más inciertos orígenes, y durante miles de años ha estado asociado al aparente movimiento del sol en el horizonte a lo largo del día y del año. El círculo representa la bóveda celeste y se extiende 360º en el horizonte. La cruz indica la posición respecto a los cuatro puntos cardinales y representa las cuatro estaciones del año. 

Ruedas solares neolíticas (10.000 - 7.000 a.C.)

 La gran difusión geográfica de los signos prehistóricos y sus formas comunes indican la existencia de una tradición basada en la observación de los fenómenos de la naturaleza que empleaba un lenguaje formado por todo tipo de figuras. La geometría, por su capacidad para representar conceptos abstractos, resulta el mejor vehículo para la transmisión de conocimientos. Este primer armazón semántico supone un enorme logro, la creación de un código que deben conocer emisor y receptor: un sistema para la transmisión de ideas mediante el uso de signos y figuras geométricas. La capacidad que tiene el ser humano para sistematizar los conocimientos derivados de su experiencia con el mundo físico ha permitido que éstos puedan ser transmitidos, generación tras generación, asegurando una progresiva evolución del saber y una constante renovación de las técnicas.

La alianza entre el arte y las matemáticas se remonta a las más antiguas civilizaciones. Si es cierto que la mayoría de las actividades intelectuales se relacionan con poner orden en el caos que nos rodea, entonces los dos procedimientos más radicales para lograrlo son seguramente los que representan las ciencias exactas y la intuición artística.

Todos estos conocimientos de carácter empírico, conformaron las bases de los primeros modelos científicos que permitieron anticipar acontecimientos temporales y fueron preservados y transmitidos por los sacerdotes egipcios a los sabios del mundo greco-romano, hasta llegar a los constructores de las catedrales góticas medievales. Curiosamente, las marcas de cantero medievales reproducen los mismos esquemas plásticos que formaron parte de las preocupaciones del ser humano desde tiempos inmemoriales, cuando el hecho de labrar la piedra era algo más que un oficio y se convertía en un acto trascendente, en un mensaje destinado a ser recordado mucho más allá de la vida de su autor [4].

Louis Charpentier escribe en su libro sobre los orígenes del Camino de Santiago que «en la semejanza de los petroglifos gallegos y los signos lapidarios de los constructores reside el mayor misterio del Camino y, posiblemente, la solución a los numerosos enigmas que éste dibuja». Efectivamente, de las ruedas solares prehistóricas al crismón medieval, símbolo por excelencia de los gremios de constructores nos encontramos con la pervivencia de ciertas figuras, como en este caso el círculo y la cruz inscrita, cuyos principios constitutivos tienen mucho que ver con la geometría y su aplicación en astronomía para el cómputo del tiempo y la medida del espacio que con el tiempo se convirtieron en las bases de la ciencia de la construcción.

La cruz que nos ha enviado Antonio Hernández me ha recordado las reflexiones de Louis Charpentier sobre los crismones medievales. Uno de los más antiguos en la península Ibérica se encuentra en la catedral de Jaca, la primera estación del vía crucis jacobeo para los peregrinos que acababan de cruzar los Pirineos. La Catedral de San Pedro es una de las más antiguas de España. Comenzó a construirse al tiempo que la catedral de Santiago de Compostela, en el último cuarto del siglo XI, como sede episcopal y cabeza del Reino de Aragón por iniciativa del rey Sancho Ramírez, que había obtenido el vasallaje vaticano tras su viaje a Roma en 1068.

Cruz copta. Al-Badari siglo VI d.C.

 En su libro El misterio de Compostela (1923), Louis Charpentier escribe lo siguiente.

Los historiadores nos han extraviado, nos han obligado casi a aceptar, no la verdad, sino sus verdades, lo cual es muy distinto... Y ello generalmente debido a que ellos mismos parten de una idea preconcebida, condicionados como están por sus predecesores o por la autoridad atribuida a ciertos nombres que no se atreven a poner en duda. Pero lo peor radica en la destrucción de los documentos, como cuando Atanasio u Omar queman los libros de Alejandría, San Martín o Carlomagno destruyen los dólmenes, la Inquisición se entrega a los autos de fe y los protestantes o los revolucionarios destruyen las iglesias... Entonces desaparecen retazos de historia, y el investigador avanza a tientas en la oscuridad y corre el peligro de equivocarse, por mucha conciencia que ponga en su tarea. Uno se encuentra con un rompecabezas al que le faltan numerosas piezas. En consecuencia, subsiste la duda sobre el lugar que corresponde a las que ha podido reunir... Al igual que el epigrafista, uno intenta tapar los agujeros del modo más lógico posible... y dicho posible nunca es seguro. Modestamente, uno se ve obligado a tomar partido.

En este sentido, y por poner un ejemplo, podemos hallar correspondencias entre las ruedas solares prehistóricas y el crismón que durante la Edad Media fue el emblema más característico, junto con la pata de oca, de las cofradías de constructores, entre ellas la de los Hijos del Maestro Jacques (Santiago en francés), que aún perdura hoy día en Francia con el nombre de Compañeros Pasantes del Deber. El crismón ofrece un rico simbolismo. Está formado por las letras griegas X (JI) y P (RO) que juntas forman el monograma del nombre de Cristo (Χριστός) con el significado de “ungido”. Aparece por primera vez en monedas romanas acuñadas tras la promulgación del Edicto de Milán (313) mediante el cual Constantino estableció la libertad de culto para los cristianos. Para Luis Charpentier el crismón de origen romano sería en cierto modo una evolución de la cruz ansada egipcia. En efecto, pues sirvió como base para las proyecciones de plantas y alzados, de ahí la planta en forma de cruz latina rematada por un ábside semicircular, típico de muchas iglesias románicas y cuyos orígenes se encuentran en las formas de las basílicas romanas. Por otro lado, y como ha estudiado José Luis Bozal, muchas de las principales marcas de cantería pueden extraerse del crismón. En la siguiente fotografía se puede apreciar también el lapidario de un crismón que se encuentra grabado en la basílica de Le Vézelay, en Francia. 

 Crismón de la Catedral de San Pedro en Jaca y lapidario en la basílica de Le Vézelay en Francia.

Pero también podemos hallar relación entre el crismón y el gnomon y las sombras que arroja a lo largo del año. Como simulacros de esta cuatripartita estructura de los Cielos, las ciudades mesopotámicas y los campamentos militares eran divididos en cuatro por dos caminos axiles que se dirigían hacia las posiciones del horizonte durante el solsticio y el equinoccio, regidas por los cuatro planetas de esos puntos cardinales. La ciudad mesopotámica es una cruz tridimensional: los cuatro brazos del plano horizontal corresponden a estos cuatro planetas: Júpiter, Mercurio, Marte y Saturno; los dos brazos del plano vertical corresponden a Venus y la luna, y en el centro, en el que los brazos se juntan, se ubican el séptimo planeta y el séptimo rayo, o sea, el sol.

Las ciudades y los campamentos militares de las otras civilizaciones del Cercano Oriente muestran característicamente el mismo ordenamiento en cruz. Son variantes que expresan esquemas cosmológicos similares. Un ejemplo de este tipo es la ciudad de Darabjird, que tiene un plano circular dividido en cuatro secciones por calles que se irradian y terminan en amurallados pórticos en los puntos cardinales. La ciudad sasania de Firuzabad y muchos castillos del Cercano Oriente tienen un plano similar.

Los ingenieros romanos siguieron empleando el método basado en el gnomon, denominado amusium, para establecer los ejes cardus y decumanus  de los campamentos, las casas y las ciudades. El esquema de fundación de toda construcción seguía las pautas marcadas por Plinio y Vitruvio en sus tratados de arquitectura. Partían de un poste vertical clavado en el suelo en torno al cual y con la ayuda de una cuerda a modo de compás trazaban un círculo. Este círculo debía ser lo bastante grande como para que el extremo de la sombra proyectada por el poste pudiese tocarlo a primera hora de la mañana y, en una segunda vuelta, a última hora de la tarde. Quedaba así establecida la dirección del eje Este-Oeste. Desde cada extremo del eje se trazan sendos arcos, obteniendo la figura de una vesica piscis (eje de perpendicularidad), que a su vez determina el eje Norte-Sur. Finalmente, se unían los extremos de estos dos eje obteniendo la figura de un cuadrado. Es por ello que a esta operación se la conocía en la antigüedad como la cuadratura del círculo solar. El esquema de fundación de toda construcción sagrada durante la Edad Media siguió las mismas pautas marcadas por Vitruvio en su tratado de arquitectura sobre el establecimiento del amusium. El día de la fundación del templo, el maestro de obras empleaba el gnomon para establecer la orientación respecto al meridiano y a los cuatro puntos cardinales.

El amusium romano y orientación de la ciudad.

Así pues, la semejanza entre signos labrados en épocas tan alejadas en el tiempo se explica porque responderían, simple y llanamente, a los fundamentos del oficio de la construcción en piedra, tanto técnicos, relativos a los diferentes métodos de trabajo y herramientas utilizadas, como a los teóricos, y aquí es donde la geometría juega un papel primordial. Conceptos como el de ángulo recto, la relación entre un cuadrado y su diagonal, la proporción entre dos segmentos, entre muchos otros ejemplos, resultaban esenciales para transformar la materia bruta, la piedra en nuestro caso, en perfectos sillares escuadrados que forman los paramentos, dovelas que articulan los arcos (estereotomía) y, lo más importante, el plano donde se conjugan todos los elementos que conforman un edificio (proporciones).

Los más nobles y justos fundamentos del oficio de tallar la piedra permiten obtener de la materia bruta, mediante un tallado correcto, la piedra angular sobre la que edificar, siempre siguiendo estrictos procesos geométricos, tal y como expresan los siguientes versos anónimos del compagnnonage.

Un punto en el Círculo,

Que está en el Cuadrado y el Triángulo,

Si conoces el punto, entonces todo irá bien;

Si no lo conoces, todo será en vano.

El punto al que alude los versos anteriores designa el centro por excelencia, el punto sobre el que se articulan el resto de relaciones con las figuras del cuadrado y el triángulo, es decir, las relaciones entre perímetros, áreas y diagonales. Es también el punto de intersección entre el plano horizontal, es decir, el mundo manifestado, y el vertical, el mundo divino. En la Masonería, la piedra bruta es la piedra sin labrar, que está llena de asperezas e imperfecciones, y que por eso no puede ser colocada en la obra, simbolizando así al profano. Pero esa piedra bruta es susceptible de formas más regulares y bellas, como la "piedra cúbica", la cual sí puede ya ser colocada en la obra. Pero los constructores no pueden rematar la obra en tanto que no esté coronada por la "piedra angular", o piedra de clave: "la piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular " (Salmos, 118:22).

La simbólica medieval del arte y la ciencia de la construcción.

 Durante la Edad Media, la actitud iconoclasta de las tres grandes religiones monoteístas, que prohibía todo tipo de representación figurativa, favoreció la tradición geométrica de la arquitectura sagrada. Se reelaboraron los principios clásicos greco-romanos, y mientras la clasificación epistemológica de Aristóteles alimentó la tradición latina, representada por de Hug de Saint Victor, autor de Disdacalion (1141), según la cual el conocimiento se divide en cuatro categorías: teórica, práctica, mecánica y lógica. En el orden teórico se encuentran la teología, la física y las matemáticas. De esta última se derivó el Quadrivium, formado por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.

Gracias a las aportaciones de figuras como Domingo Gundisalvo, autor de De divisione philosophiae (1150), además se incorporaron los conocimientos procedentes de la cultura árabe, que hacía una distinción entre ciencias humanas y ciencias divinas. Entre las primeras, en consonancia con la vía de la tradición latina del Trivium, se encuentran la gramática, la retórica y la dialéctica; y entre las segundas, una vía teórica, formada por la física, las matemáticas y la metafísica, y otra práctica, que incluía la aritmética, la geometría, la música y la astronomía; de donde se derivaron la ciencia de los pesos y las medidas y el arte de la construcción de instrumentos para realizar todo tipo de mediciones, del que la óptica y la gnomónica fueron sus máximas expresiones. La arquitectura, que se sirve de todas estas disciplinas, se convierte en una ciencia con un alto contenido filosófico y un evidente propósito didáctico, ya sea desde su aspecto simbólico-religioso, científico-matemático, técnico-constructivo o estético-artístico.

El tipo de pensamiento que preside estas reglas de arquitectura no depende de un razonamiento lógico. Nos hallamos ante “recetas” que se remontan a una codificación muy antigua cuyo sentido se ha perdido. Y, sin embargo, la arquitectura hinduista brilla por su organización, por su sentido agudo de la precisión y la planificación rigurosa, por su perfección geométrica, hasta el punto de que podemos preguntarnos si todo este arsenal mágico y astrológico existe para legitimar mejor a posteriori el saber secreto y misterioso de los depositarios de una tradición milenaria. Quizá los “shtapati” desarrollaron el misterio para facilitar el enmascaramiento de lo absurdo de las prescripciones, cuyos orígenes y significado habían caído en el olvido [5].

Fernando Sánchez Dragó, en referencia a las cofradías de constructores medievales, escribe en su Historia Mágica de España lo siguiente.

Según los anales de la masonería, la corporación de los Maestros Canteros o Constructores de Templos pasó a desempeñar un papel cada vez más importante. Sólo los depositarios de la Ciencia podían levantar un edificio sagrado de acuerdo con los Símbolos. Ante todo había que comprender la Pirámide y el ideal estético por ella representado. Se designó a los Maestros Canteros entre los iniciados laicos, se les dio como emblema la copa de la Pirámide –o sea: el Triángulo- y se les puso el nombre genérico de Iram o discípulos de Ram. Sus instrumentos de trabajo se convirtieron en símbolos naturales de aquel Triángulo inicial. Pero el Compás –dos líneas que abandonan un punto para perderse en el infinito- nada producía por sí mismo. Hubo que añadirle un rasgo horizontal mudándolo a la Escuadra. La Plomada conducía directamente a la Divinidad, a la vez centro y circunferencia de todo lo creado. Los Maestros Canteros, iniciados en los enigmas del ayer, recibieron el encargo de transmitir al mañana los grandes Arcanos sin caer en la trampa de las revoluciones. Su arte es eterno, porque nadie puede construir espiritual o materialmente sin conocer la Plomada, el Compás y la Escuadra.

Este arte eterno al que hace referencia Sánchez Dragó se caracteriza por conjugar para su desarrollo una serie de disciplinas que han formado parte desde tiempos inmemoriales del bagaje de todo arquitecto iniciado en los secretos de la forma, el número y la medida. Para la construcción de un templo, recinto destinado a albergar la presencia divina y servir como metáfora de la misma estructura de la realidad, el maestro arquitecto no distinguía entre arte, ciencia y religión; sabía que era necesario trabajar las dos vías, la humana y la divina, la teórica y la práctica, para dar forma a la obra según los cánones de la denominada arquitectura sagrada, y para ello empleaba la herramienta más adecuada: la geometría. 

La precisión conceptual y comunicativa de la geometría, su capacidad de definición de las formas planas y tridimensionales, de sus relaciones y combinaciones, ha estado presente desde los comienzos de la arquitectura como arte: la geometría es la base de toda articulación arquitectónica [6].

Como señala Jean-Michel Mathonière, la cuestión de la geometría secreta de los constructores de catedrales ha sido abordada en muchas publicaciones sin el rigor que requiere un tema tan complejo dando pie a fantasiosas hipótesis cuyos planteamientos son completamente erróneos. Antes todo sería necesario definir el mismo concepto de “geometría sagrada”. ¿Estamos hablando de procedimientos geométricos que habrían conservado en su poder los constructores medievales a fin de mantener el monopolio de sus técnicas o es más bien una dimensión esotérica de la geometría? Para el propio Jean-Michel algo de cierto hay en las dos proposiciones. Como él mismo escribe, «sería absurdo creer que, en el marco de asociaciones iniciáticas y en una época tan inclinada al simbolismo como la Edad Media, la geometría no haya sido un soporte privilegiado de especulaciones de carácter esotérico. Pero también lo sería creer que cada uno de los miembros de dichas asociaciones poseía el conocimiento pleno y completo de ese esoterismo, suponiendo que estuviese definido y formulado de manera homogénea y fuese, por consiguiente, capaz de emplearlo y transmitirlo de modo satisfactorio» [7].

Esta pretensión de integrar ciencia y arte mediante el ejercicio de la arquitectura y el trabajo con la piedra tenía una evidente dimensión simbólica, trascendente o religiosa, mediante la cual se pretendía facilitar la práctica devocional y la meditación en los oficios. No es casual que en la Edad Media el trabajo diario de purificación moral del hombre sea descrito como una “edificación interior” que se realiza dentro del alma figurada como un templo. Son bien conocidas las reflexiones de San Agustín sobre la basílica como imagen del cielo y sobre el trabajo manual de su construcción con el proceso de edificación interior, como en el caso de la orden benedictina cuyo lema es “ora et labora”. De hecho, para un artesano o constructor toda manifestación artística o técnica solo tenía sentido en la medida que reflejaba un modelo de orden superior y trascendente. No es casual que en la Edad Media el trabajo diario de purificación moral del hombre sea descrito como una autentica “edificación interior” que se realiza dentro del alma figurada como un templo. La tradición de la arquitectura sagrada tiene como objetivo el desarrollo intelectual y la búsqueda de la perfección espiritual a través del trabajo con la piedra en función de las “proporciones reveladas” siguiendo un modelo de perfeccionamiento que era aplicado en el desarrollo personal de los miembros de la comunidad (“chistriana aedificatio”).

Las marcas de cantería son la intrahistoria del oficio de la construcción. Partimos de lo más pequeño para llegar a lo más grande, del bloque de piedra extraído en la cantera a los sillares bien escuadrados, a los precisos despieces de dovelas que forman los arcos, a los tambores de las columnas y los pilares que sostendrán las bóvedas. Durante este proceso en que la materia bruta da paso a las formas regulares del edificio, el signo, la figura geométrica están constantemente presentes. Eran tan importantes para la labor que desarrollaban artesanos y constructores que adquirieron un sentido sagrado, en tanto son el alfabeto de un argot, constituido por una serie de principios geométricos, mediante los cuales desarrollaban sus trabajos y, al mismo tiempo, expresaban aspectos relacionados con el oficio y sus creencias, una herencia cuyos orígenes se remontan miles de años atrás en nuestra historia. 


[1] Isabel Baquedano, Carlos M. Escorza, “Alineaciones Astronómicas en la necrópolis de la Edad del Hierro de la Osera” (Chamartin de la Sierra, Ávila), Complutum, 9,1998: 85-l00.

[2] García Quintela, Marco V.; Santos Estévez, Manuel , “Alineación arqueoastronómica en A Ferradura (Amoeiro-Ourense)”.

[3] R. Wittkower, "Los fundamentos de la Arquitectura en la Edad del Humanismo", Ed. Alianza Forma, Madrid, 1995, p. 208.

[4] Javier Alvarado, “Heráldica, simbolismo y usos tradicionales de las corporaciones de oficio: las marcas de cantero”.  Ediciones Hidalguía, Madrid, 2009, pp. 8-9.

[5] Stierlin, Henri, La India hinduista, Taschen, Barcelona 1999.

[6] José Antonio Ruiz de la Rosa, "Traza y simetría de la arquitectura en la antigüedad y Medievo". Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1987, p.18.

[7] Según Jean-Michel Mathonière, otro reproche que es necesario dirigir, en este preámbulo, a un gran número de aquellos que se han ocupado de esta cuestión, es que, convencidos a priori del carácter totalmente secreto de esta geometría y, por ese hecho, de la cuasi inexistencia de documentación, se han dejado llevar por lo que más bien parecen sueños que hipótesis, estando la mayor parte de ellas exclusivamente centradas en el famoso “Número de Oro”, un aspecto en realidad bastante “secundario” de la cuestión y cuya emergencia al primer plano de las preocupaciones de los constructores o, más exactamente, al primer plano de la literatura que trata del tema, no data de hecho más que del Renacimiento.